Todo lo puedo en Cristo que me fortalece (Filipenses 4:13)
Por Víctor Cruz
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Estaba presente un joven que parecía estar sumergido en su pequeño mundo de perplejidades y angustias. Parecía vacilar entre levantarse y dar su testimonio o permanecer sentado, inmenso en sus propias incertidumbres y agonía. Finalmente, dominado por el temor, se levantó reflejando en el rostro la tristeza propia de sus fracasos, y sintetizo en dos palabras su dramático testimonio: ¡Necesito fuerzas!
Esta debería ser nuestra constante suplica: ¡Señor, necesito fuerzas!” fuerzas para vencer las tendencias pecaminosas, heredadas o cultivadas. Fuerzas para vivir victoriosamente cada momento.
Hay muchos que preguntan perplejos: ¿Por qué, a pesar de nuestro amor por Cristo y nuestra disposición a seguirlo, sentimos frecuentemente la sensación de fracaso y de derrota en la lucha contra el pecado? ¿Cuál es la razón para que incluso cristianos piadosos confiesen a menudo sus tristezas y pesares ante pecados habituales tales como la soberbia, la impaciencia, la intolerancia, el espíritu critico? Predicamos acerca del poder del Salvador para “salvar a su pueblo de sus pecados”, y no obstante reconocemos que, en lo que nos toca a nosotros, su poder es insuficiente.
Algunos llegan a la conclusión de que vivir habitualmente en el pecado constituye para el hombre una contingencia inevitable, y que sólo algunas personas pueden alcanzar ese elevado ideal.
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