Ahora pues, Jehová, tu eres nuestro Padre; nosotros barro, y tú el que nos formaste; así que obras de tus manos somos todos nosotros. (Isaías 64:8)
Por Víctor Cruz
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Jesús conocía la naturaleza humana más que cualquier otra persona, evaluaba la capacidad y las cualidades de cada uno y, como divino alfarero, veía las posibilidades de transformar sin perspectivas en vasos de bendiciones para la iglesia.
Por ejemplo, ¿Quién podría suponer, mirando las cualidades exteriores de aquellos quienes Jesús llamó para ser sus discípulos, que llegarían a ser líderes de un movimiento que transformaría al mundo?
Nadie le daría a Pedro, el rudo e impulsivo pescador, ninguna esperanza de un radiante futuro en la causa de Cristo. Pocos serian capaces de imaginar que Juan, el “hijo del trueno”, habría de pasar a la historia como el “apóstol del amor”. Conociendo la deshonestidad común entre los cobradores de impuestos, nadie esperaría que Mateo llegase a ocupar un lugar destacado entre los apóstoles. Difícilmente encontraríamos a alguien dispuesto a admitir la posibilidad de que un hombre intolerante y fanático como Saulo de Tarso se transformase en el gran apóstol del cristianismo.
Bajo la influencia maravillosa de Cristo, nuestra vida casi destituida de belleza o simetría se transforma; y llegamos a ser vasos de honra en sus manos.
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