viernes, 5 de junio de 2009

LA PRESENCIA DEL PECADO

Mi pecado está siempre delante de mí (Salmo 51:3)

Por Víctor Cruz

Víctor Hugo, el laureado escritor francés, en uno de sus conocidos poemas describe el drama vivido por Caín después de haber asesinado a Abel, su inocente hermano. Huyó amedrentado a un lugar apartado, donde al pie de una montaña, cansado se acostó y durmió. Cuando despertó, contempló el cielo y vio que un ojo fijo lo observaba. Asustado, huyó a una región más apartada. Sin embargo, sobre el horizonte vio aquel mismo inmenso ojo, acompañándolo. En su desesperación, levantó una tienda, la cubrió con pieles de animales y se abrigó debajo de ella. Pero las pieles fueron insuficientes para ocultarlo de aquel ojo que lo perseguía de día y de noche. Finalmente en agonía se escondió en el interior de una caverna, pero ni allí consiguió esconderse de aquel ojo penetrante que le atravesaba su ser.

Este poema describe no solamente la angustia vivida por Caín, el primer homicida, sino también retrata la condición de todos los que, como él, sienten la mente acicateada por la culpa.

El rey David, que había extraído de su arpa las melodías más suaves, escribió también un cántico de angustia y dolor. Con lágrimas en un salmo doloroso, tradujo su aflicción al decir: “Mi pecado está siempre delante de mí”.

Esta dramática afirmación está relacionada con una deplorable caída. Estando cierta vez en la terraza de su palacio, David vio a una mujer que se destacaba por su belleza física. Atraído por sus encantos, articuló un plan que lo llevó al adulterio. Y como “un abismo llama a otro abismo” (Salmos 42:7), al pecado de la lascivia lo siguió un delito homicida. Urías, esposo de Betsebe, pereció en el campo de batalla, víctima de un plan criminal urdido por David. Después, sintiendo la inquietante presencia del pecado, suplicó: “Lávame mas y mas de mi maldad y límpiame de mi pecado” (51:2).

David percibió que el pecado es un fardo aplastante y quería que Dios lo sacara de sus hombros. Sintió que el pecado era una mancha tan indeleble, que solamente Dios podía lavarlo. Era una enfermedad tan fatal que solamente la terapéutica divina podía erradicarla.

No podemos esconder nuestra transgresión. Pero podemos, contritos, presentarla al Señor, en la certeza de que seremos perdonados.

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