miércoles, 13 de enero de 2010

LA PRESENCIA DEL PECADO

Por Víctor Cruz

VÍCTOR HUGO, el laureado escritor francés, en uno de sus conocidos poemas, describe el drama vivido por Caín, después de haber asesinado a Abel, su inocente hermano. Huyó amedrentado a un lugar apartado, de pie de una montaña, cansado, se acostó y durmió. Cuando despertó, contempló el cielo y vió un ojo fijo que lo observaba. Asustado, huyó a una región más apartada. Sin embargo, sobre el horizonte vió aquel mismo inmenso ojo, acompañándolo. En su desesperación, levantó una tienda, la cubrió con pieles de animales y se abrigó debajo de ella. Pero, las pieles fueron insuficientes para ocultarlo de aquél ojo que lo perseguía de día y de noche. Finalmente, en agonía, se escondió en el interior de una caverna, pero, ni allí consiguió esconderse de aquél ojo penetrante que le atravesaba el ser.

Este poema describe no solamente la angustia vivida por Caín, el primer homicida, sinó, también retrata la condición de todos los que como él, sienten la mente acicateada por la culpa.

El rey David, que había extraído de su arpa las melodías más suaves, escribió también un cántico de angustia y dolor. Con lágrimas, en un salmo doloroso, tradujo su aflicción al decir: “Mí pecado esta siempre delante de mí”.

Esta dramática afirmación está relacionada con una deplorable caída. Estando cierta vez en la terraza de su palacio, David vió a una mujer que se destacaba por su belleza física. Atraído por sus encantos, articulo un plan que lo llevó al adulterio. Y como “un abismo llama a otro abismo” (Sal. 42:7), al pecado de la lascivia lo siguió un delito homicida. Urías, esposo de Betsabé, pereció en el campo de batalla, victima de un plan criminal urdido por David. Después, sintiendo la inquietante presencia del pecado, suplicó: “Lávame más y más de mí maldad y límpiame de mí pecado”.

David percibió que el pecado, es un fardo aplastante, y quería que Dios lo sacara de sus hombros. Sintió que el pecado era una mancha tan indeleble, que solamente Dios la podía borrar. Era un ropaje tan sucio, que únicamente Dios podía lavarlo. Era una enfermedad tan fatal, que solamente la terapéutica divina podía erradicarla.

No podemos esconder nuestra transgresión. Pero, podemos, contritos, presentarla al Señor, en la certeza de que seremos perdonados.

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