Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente y también al griego (Romanos 1:16)
Por Víctor Cruz
Algunos hermanos se avergüenzan del evangelio. Hablan de Dios y su Palabra cuando están rodeados por hermanos en la fe, pero cuando personas irreverentes se aproximan, muchos prefieren silenciar su testimonio. La intención del apóstol no fue reprobar a los que, avergonzados, ocultan su fe en Dios, sino destacar la superioridad del evangelio sobre el Imperio Romano.
Pablo escribió el texto de hoy a los cristianos que vivían en Roma. Su población heterogénea estaba compuesta de estadistas y militares, historiadores y hombres de ciencia, artistas y poetas.
También deambulaban por sus calles los esclavos, ladrones y vagabundos. Había miles de enfermos que arrastraban su vida sin asistencia y sin cuidados.
Roma era una extraña ciudad donde convivían el crimen y la impunidad, la opulencia y el hambre. Los potentados mataban impunemente a sus esclavos por los motivos más banales. Los niños recién nacidos, portadores de defectos congénitos, eran eliminados sin clemencia. El divorcio, la prostitución y la homosexualidad se habían infiltrado en todas las camadas sociales. La vida era insoportable; la muerte era temida.
Esta era la ciudad que Pablo deseaba visitar y sobre la cual escribió: “Yo sé que cuando vaya a vosotros, llegaré con abundancia de la bendición del evangelio de Cristo” (Rom. 15:29).
Pero el apóstol parecía temer que su demora en ir a Roma fuese interpretada como complejo o vergüenza de anunciar el evangelio en la capital del imperio. Cualquiera que haya sido la razón que lo llevó a postergar el viaje, no fue por causa de recelo o vacilación. Él se enorgullecía del evangelio que había transformado su vida. Y sabía muy bien que la gran metrópoli, aparentemente inexpugnable, sería también vencida por el poder de la cruz. En efecto, en poco tiempo la comunidad cristiana de Roma contó en su seno con miembros de la casa del Cesar y oficiales del ejército imperial. No es de admirar que Pablo se mostrara ansioso por proclamar el evangelio en Roma, la repuesta de Dios para un imperio en crisis.
Este evangelio, que sacudió los fundamentos del imperio en el primer siglo, no perdió su poder. Su eficacia se verá otra vez en toda su plenitud. La Tierra será iluminada con su resplandor.
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