Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos de justicia de Dios en él. (2 Corintios 5:21)
Por Víctor Cruz
La muerte de Cristo se menciona 175 veces en el Nuevo Testamento. Todas las grandes doctrinas del evangelio gravitan en torno de este grande y memorable evento. Gloriarse en la cruz significa gloriarse en aquella gracia que nos reconcilia con Dios. Por eso reflexionamos con un sentimiento reverente sobre la muerte vicaria de Cristo y su significado para el mundo.
Primeramente, subrayamos fue una muerte humillante. Los ladrones y esclavos romanos eran azotados y después crucificados. Cristo, el Santo de Dios, fue expuesto a esa muerte vergonzosa.
Jesús fue azotado públicamente y sometido al oprobio. Fue el amor por los pecadores lo que lo llevó a despreciar las afrentas y soportar la infamia de la cruz.
Pero la muerte de Cristo fue también voluntaria. Él fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. El mismo Salvador afirmó: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla y tengo poder para volverla a tomar.
Su muerte fue la de un mártir. Sin embargo, debemos notar que muchas veces el mártir muere luchando para evitar el martirio. Jesús, sin embargo, murió voluntariamente con el fin de salvar a la raza humana.
Pero, sobre todo, la muerte de Cristo fue de naturaleza sustitutiva. Murió para libertarnos de la culpa del pecado, pues, de lo contrario, nos sería imposible reconciliarnos con Dios. El apóstol escribió: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”.
Pero para que esta obra sustitutiva de Cristo tenga valor para nosotros es necesario que aceptemos su perdón y tomados de la mano de Dios, comencemos a recorrer el camino de la santificación, teniendo el interior purificado por su sangre.
Aceptando esta muerte sustitutiva, inauguremos este día cantando con alegría el antiguo himno, cuyas estrofas evocan la conmovedora tragedia del Calvario: ¡Oh! Yo siempre amare a esa cruz, en sus triunfos mi gloria será y algún día en vez de una cruz, mi corona Jesús me dará.
Primeramente, subrayamos fue una muerte humillante. Los ladrones y esclavos romanos eran azotados y después crucificados. Cristo, el Santo de Dios, fue expuesto a esa muerte vergonzosa.
Jesús fue azotado públicamente y sometido al oprobio. Fue el amor por los pecadores lo que lo llevó a despreciar las afrentas y soportar la infamia de la cruz.
Pero la muerte de Cristo fue también voluntaria. Él fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. El mismo Salvador afirmó: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla y tengo poder para volverla a tomar.
Su muerte fue la de un mártir. Sin embargo, debemos notar que muchas veces el mártir muere luchando para evitar el martirio. Jesús, sin embargo, murió voluntariamente con el fin de salvar a la raza humana.
Pero, sobre todo, la muerte de Cristo fue de naturaleza sustitutiva. Murió para libertarnos de la culpa del pecado, pues, de lo contrario, nos sería imposible reconciliarnos con Dios. El apóstol escribió: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”.
Pero para que esta obra sustitutiva de Cristo tenga valor para nosotros es necesario que aceptemos su perdón y tomados de la mano de Dios, comencemos a recorrer el camino de la santificación, teniendo el interior purificado por su sangre.
Aceptando esta muerte sustitutiva, inauguremos este día cantando con alegría el antiguo himno, cuyas estrofas evocan la conmovedora tragedia del Calvario: ¡Oh! Yo siempre amare a esa cruz, en sus triunfos mi gloria será y algún día en vez de una cruz, mi corona Jesús me dará.
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